CASTELLANO – categoría Juvenil
Viaje a Delfos
Casi siempre llueve cuando viajamos a Delfos en el coche de mis padres.
Yo voy en el asiento de atrás que es el vientre de una ballena con ambientador.
Las gotas de lluvia se estrellan contra el cristal y echan carreras a rayas
para ver quien llega antes al final negrísimo de la ventanilla.
Yo apuesto por una de ellas todo lo que tengo, los auriculares,
las pulseras, el batido de chocolate, incluso los libros sin leer.
Mis padres conversan en lenguas muertas como si yo aún no hubiese nacido.
Estoy a salvo de todo. Afuera llueve hasta borrar el paisaje que se aleja.
Mis amigos fueron llegando en piezas de lego y tuve que armarlos.
Imagino que juego con ellos a bajar el cristal una rendija para mojarnos
o para reírnos con los ojos llenos de lluvia y los cabellos de anfibios.
Después los escondo bajo el cinturón de seguridad y les susurro
que mis padres me llevan al oráculo de Delfos para que me invente un futuro
a su gusto, es decir, salado, fluorescente, despeinado y matemático.
Llover es dejarse llevar por esta carretera callada y con ombligos de agua.
El coche es un templo donde honramos los ronquidos de la radio
porque Apolo se ha quedado en casa castigado con comida precocinada
y llueve tanto que los limpiaparabrisas son pequeñas mentiras de niño.
Las señales de tráfico son estatuas borrosas que anuncian ciudades
donde no hemos estado nunca y por ello nos parecen tan bellas.
Así viajamos inútilmente a Delfos con el maletero lleno de enigmas
y de oleajes, con el motor imitando rugoso el pasar del tiempo.
Poco antes de llegar la lluvia me muerde las uñas y mi madre la riñe
porque no quiere que yo crezca ni tampoco la hierba ni la distancia azul
de los días imposibles de pronunciar ni siquiera los hijos de la esfinge.
La vida es tan impredecible que sale el sol debajo de las ruedas y los montes.
Ya casi nunca llueve cuando viajamos a Delfos en el coche de mis padres.
Victoria Arregui Sancho