CASTELLÀ – categoria B
SCHUMANN TIENE ESPINAS
Mi profesora de piano camina con las manos,
tiene los ojos de color ocaso y no se da cuenta
pero Schumann tiene espinas.
Por favor, no confundirlo con Schubert.
Schubert sabe a helado de montaña tras la lluvia
y tocarlo es un viaje de invierno sin maleta.
Es fácil pensar que Beethoven anida sonatas
en los árboles de las avenidas más soleadas
pero en verdad las esconde en algunos bolsillos
o en los cabellos de las niñas maleducadas.
Después está Mendelssohn, la abuela no lo conoce,
y cada vez que repito sus romanzas sin palabras
las teclas negras son una merienda de chocolate
que me mancha los dedos y las dudas.
Hubo un tiempo en que Debussy sonaba igual
que la impresora o el murmullo de las algas
durante los días de vacaciones hasta que supe
que había que interpretarlo con los dientes.
Mi profesora estuvo esponjosamente de acuerdo.
Hay pianistas que electrocutan a Chopin por la noche.
A la mañana siguiente abren la boca de su piano
y se escapan los presos por las rejas del pentagrama.
Mi preferido es Bach, ha llegado la hora de confesarlo.
Todos los pájaros vuelan a contrapunto.
A veces suena como una cristalería rota, como las hojas
crujientes que se nos meten en los ojos, a veces como
otra estatua sin brazos, como un secreto bien temperado.
Bach es la belleza ochenta y ocho veces seguidas.
Pero Schumann, insisto, tiene espinas.
Tiene acantilados, ferreterías, alcantarillas,
piedras en los calcetines, rascacielos sin ascensor,
mazmorras, cuchillas, hormigas y esguinces.
Podéis creerme o no tenerlo en cuenta.
Quizás solo me suceda a mí pero, por si acaso,
os lo advierto: Robert Schumann está lleno de espinas
Victoria Arregui Sancho